QUE PERDEMOS LAS MUJERES CUANDO GANAMOS
que perdemos las mujeres cuando ganamos
Qué perdemos las mujeres cuando ganamos
Por Estefanía Vela Barba
El 25 de febrero de 2018 se
organizó una marcha en Ciudad de México para pedir
justicia por las mujeres que han sido víctimas de violencia.
CIUDAD DE MÉXICO —
Tengo en mis manos una de las pocas sentencias que existen en
México que condenan a una persona por el delito de
“hostigamiento sexual”, uno de los casos en los que hubo
justicia: una persona acosó a tres mujeres y fue castigada
legalmente. En quince años, entre 1997 y 2012, solo se han
condenado a 172 personas (168 hombres y 4 mujeres) por la
comisión de 227 delitos de “hostigamiento”,
“acoso” y “aprovechamiento sexual”.
Esta sentencia es un buen ejemplo
del extenuante y sinuoso proceso de denunciar el acoso en
México. El éxito del caso implicó un gran costo:
la justicia penal tardó seis años en llegar y las
víctimas perdieron sus trabajos.
Entre 2013 y 2016, solo 93
personas han sido sentenciadas por estos delitos. Aún si todas
ellas fueron castigadas, el número sigue siendo grotescamente
bajo si se contrasta con las 8511 investigaciones penales que se
iniciaron en ese mismo periodo, y con los cientos de miles de mujeres
que, de acuerdo a distintos estudios, vivieron hostigamiento en el
trabajo.
Estos datos son reveladores en
México, donde la discusión sobre el movimiento #MeToo se
ha centrado en un aspecto: ¿por qué las víctimas
no denuncian? ¿Por qué las víctimas permanecen en
silencio o no señalan a su agresor?
Una de las cosas que ha revelado
el movimiento #MeToo o #YoTambién es que hasta que no
cambiemos la manera en la que operan y funcionan los lugares de
trabajo, hasta que no exista un equilibrio en el poder que tienen las
personas, seguiremos perdiendo, incluso cuando ganamos. En eso debe
centrarse el debate en México.
El caso del que hablo es de tres
mujeres que trabajaban en la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (CNDH). Según sus testimonios, eran acosadas por su jefe
directo: las invitaba a salir de manera insistente y trataba de
besarlas y tocarlas dentro y fuera de la oficina. Si no aceptaban las
invitaciones, buscaba la manera de castigarlas, obligándolas a
quedarse más tarde de lo usual o asignándoles labores que
no les correspondían.
Las tres mujeres empezaron a
trabajar en momentos distintos y no fue sino hasta enero de 2012 que se
dieron cuenta de que les estaba ocurriendo lo mismo. Fue su propio
#YoTambién lo que las llevó a denunciarlo dentro de la
institución.
Cuando hablaron con el primer
visitador de la CNDH, este las sentó con su jefe, quien se
disculpó por sus “irregularidades administrativas”.
El visitador, según las víctimas, prometió que de
cualquier forma investigaría el caso y dejó instrucciones
específicas sobre cómo debería ser la
interacción entre ellos. Según una de las
víctimas, el acusado no cumplió con la orden,
seguía invitándola a salir y le impedía hacer su
trabajo.
Las tres víctimas optaron
por interponer una queja formal ante el Órgano Interno de
Control de la CNDH, el organismo encargado de determinar si los
servidores públicos cometen “faltas
administrativas”, entre ellas acoso y hostigamiento sexual. Para
cuando el órgano interno de control de la CNDH sancionó
al jefe —una inhabilitación por seis meses— las tres
mujeres ya habían renunciado. Fue entonces que dos de ellas
pusieron la denuncia ante el Ministerio Público (la tercera
mujer decidió no denunciar, aunque aparece como testigo en el
caso).
Durante el proceso penal las
víctimas rindieron sus testimonios y trataron de dar el mayor
número de pruebas sobre su experiencia. El acusado las
descalificó y contrapuso sus propios testigos y documentos para
su defensa. Si las denunciantes eran sometidas a peritajes
psicológicos que confirmaban las afectaciones que sufrieron por
el hostigamiento, él ofrecía peritajes alternativos que
decían lo contrario y arrojaban que las víctimas
tenían una “propensión a la fantasía”,
un “autodominio interno precario”, un “ajuste social
y emocional pobres” y “posibles tendencias sádicas,
infantilismo y necesidad de ganar afecto”. Las dos denunciantes
se sometieron a otro perito, un “tercero en discordia”,
quien finalmente confirmó lo que testificaron las
víctimas.
De acuerdo con el testimonio del
acusado, todo tiene una explicación bastante sencilla:
él, un hombre casado, tuvo una relación sentimental con
las tres mujeres y se están vengando. “Se asoma”,
dice en su testimonio, “un despecho en mi contra”.
Además, sostiene, “no es creíble que las supuestas
denunciantes, si se sentían tan hostigadas como dicen, se
abstuvieran tanto tiempo para iniciar una denuncia en mi contra”.
El relato del acusado apela a que es más probable que existan
tres mujeres despechadas, mentirosas y vengativas que tres mujeres
hostigadas por una misma persona, su jefe, del cual dependen tanto su
sostén económico como su futuro laboral.
Después de seis
años, el último tribunal que revisó el caso
consideró que él las había acosado y,
además, resultó culpable por el delito de abuso sexual.
La sanción incluye una multa, seis años de cárcel
y su destitución del puesto que ocupaba en la CNDH. En todo
este proceso, ellas no recuperaron su trabajo y él alega que lo
torturaron en la cárcel (algo que, en el país, no se
puede descartar).
El sistema penal en México,
más que contribuir a la reparación del daño
sufrido por las víctimas, parece que termina por revictimizarlas
y multiplicarlas. Más aún: como el proceso penal
está pensado para castigar al hostigador y no a la
institución, esta no fue llamada a rendir cuentas para
justificar cómo es que el acoso duró tanto tiempo. El
problema, que es institucional, se individualiza.
Seguir el recorrido de esta
condena permite ver los defectos del statu quo: es difícil
exigir que las mujeres denuncien si el costo de hacerlo sigue siendo
tan alto.
Más allá de lo
defectuosos que parecen ser los procesos penales para lidiar con el
acoso, son, además, insuficientes. En el mejor escenario, sirven
para castigar algo que ya ocurrió, pero hacen poco por
prevenirlo. Y la prevención es crucial: es lo que permite
que nadie pase más por esto, que debe ser nuestro objetivo.
Pasar del “yo también” al “ni una
más”.
****Estefanía Vela Barba
es abogada especializada en la relación entre el derecho y la
sexualidad. Es investigadora y docente de Derechos Sexuales y
Reproductivos del CIDE.